En Juan 20,19-23 vemos que, a pesar de la resurrección, los discípulos
se encierran, llenos de miedo. Porque todavía debían recibir la fuerza
del Espíritu Santo que los impulsara a la misión liberándolos del temor y
la cobardía.
No significa esto que el Espíritu Santo no
estuviera presente de ninguna manera, ya que según el Evangelio de Juan
Jesús derrama el Espíritu cuando muere
en la cruz. Pero Jesús iba produciendo poco a poco una efusión cada vez
más plena y liberadora en sus discípulos que finalmente les haría vivir
la explosión evangelizadora de la Iglesia naciente en Pentecostés.
El Espíritu Santo nos saca del encierro, del aislamiento, y nos impulsa
hacia fuera. Por eso tenemos que convencernos de que el Espíritu Santo
nos quiere hacer vivir una espiritualidad en la acción. No tenemos que
pensar que sólo tenemos espiritualidad cuando nos encerramos a orar,
porque cuando estamos evangelizando, o cuando estamos prestando un
servicio bajo el impulso del Espíritu Santo, eso también es
espiritualidad. Y esto vale sobre todo para los laicos, que están
llamados a impregnar el mundo con la presencia del Espíritu.
Todo lo bueno que Jesús produce en nuestras vidas se realiza por la
acción íntima y profunda del Espíritu Santo que él envía. Todo consuelo,
toda luz interior, todo regalo de la gracia, todo carisma y todo
impulso de amor, nos llegan por la acción interior del Espíritu Santo. Y
con ese poder es posible cambiar el mundo.
Por eso, si
queremos liberar y embellecer nuestras vidas, y el mundo entero, tenemos
que pedirle a Jesús resucitado que derrame en nosotros un poco más del
poder del Espíritu Santo que llena su humanidad gloriosa.
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