La Palabra de Dios nos invita a hacer una alianza de amor con el Señor, y el Espíritu Santo nos inspira permanentemente para que recordemos esa alianza, o para que la renovemos. Esa alianza es también una participación nuestra en la Pascua de Cristo, tanto en su muerte (Gálatas 2,19-20; 6,17) como en su resurrección (Efesios 2,5-6; 1 Corintios 15,14).
El Espíritu Santo nos une a Cristo gloriosamente resucitado y al mismo tiempo nos asocia al misterio de su Cruz vivificadora. Siendo así poseídos, por la acción del Espíritu, se reproduce en nuestra historia concreta el mismo misterio de la Pascua de Jesús. Toda nuestra vida repite de alguna manera la muerte y la resurrección del Señor.
Las relaciones humanas, el trabajo, la enfermedad, y todas las dimensiones de la vida humana, reflejan el misterio de la muerte y la resurrección del Señor. Por la gracia del Espíritu, esas dimensiones participan de la vida y de la fecundidad de Jesucristo. Por eso, nunca habrá momentos de pura muerte. Siempre brillará de alguna manera el misterio de la resurrección, porque siempre estará él ofreciéndonos su vida.
La vida humana se hace incomprensible sin esta Alianza que Dios ha sellado con nuestra pequeña existencia en la Pascua de Jesús. Sin esta Alianza, renovada por la acción del Espíritu, sólo quedaría de nuestra existencia una multitud de fragmentos sin sentido.
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