La profundidad está en Dios, que es la perfección acabada de todo ideal humano. El Espíritu Santo es Dios, y él tiene la capacidad de tocarlo todo con su luz. Por eso puede hacernos capaces de reconocerlo también en los demás.
Si en los otros sólo vemos miseria, porque tenemos los ojos heridos, el Espíritu Santo puede manifestarse y hacernos descubrir muchas cosas preciosas que hay en los hermanos.
Con el Espíritu Santo, además, podemos liberarnos poco a poco de la superficialidad y de la incoherencia, y volvernos comprensivos, generosos, amables, sinceros, disponibles.
Su Palabra nos enseña que "quien dice que está en la luz pero no ama a su hermano, está todavía en las tinieblas" (1 Juan 2,9), y que "el que no ama permanece en la muerte" (1 Juan 3,14). Entonces, estamos descubriendo lo más importante: Si alguien quiere salir de la superficialidad y ser profundo, su camino es el amor a los hermanos.
Si yo no me encuentro con los demás, si no los amo, si no busco su felicidad, entonces nunca alcanzaré la profundidad y me engañaré a mí mismo con falsos misticismos. En cambio, si soy capaz de salir de la queja, de la crítica inútil, del egoísmo, y doy el salto del amor para encontrarme con los demás así como son, entonces se disipan las tinieblas y puedo ver con claridad. Sólo así puedo alcanzar la verdadera profundidad espiritual. Un acto de amor es lo más profundo y noble que puede vivir un ser humano.
El Espíritu Santo puede derramar ese amor en nuestros corazones y hacerlo crecer.
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