Recordemos que "donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2 Corintios 3,17).
Nosotros
creemos que somos libres cuando estamos solos, cuando nadie nos
molesta, cuando podemos hacer lo que queremos, cuando nos dejamos llevar
por nuestras inclinaciones naturales. Una persona que se entrega al
alcohol o a la droga se engaña creyendo que es más libre que los que no
lo hacen. Pero los demás pueden ver cómo esa persona cada vez está más
limitada, cada vez está más dependiente del alcohol y de la droga, cada
vez es menos libre para elegir otras cosas, hasta que le resulta
imposible vivir sin el vicio. ¿Quién puede ser tan ingenuo como para
llamarle libertad a eso?
La libertad es un don que Dios nos da
para que vayamos haciendo un camino positivo en la vida, un camino que
nos lleve a la felicidad. En ese camino el Espíritu Santo nos va sanando
y nos va liberando de las cosas que nos esclavizan, y así cada vez
somos más libres: nada se nos hace indispensable, nada se nos hace
absoluto, somos realmente libres para elegir porque nada nos domina. Esa
es la libertad del Espíritu. Pero en realidad, cuando San Pablo nos
habla de la libertad del Espíritu Santo, quiere decir que no nos
sentimos obligados a ser buenos y santos, sino que lo hacemos porque
estamos inclinados a eso desde lo más profundo de nuestra libertad;
vivimos bien porque así lo elegimos con toda libertad. Nadie podrá
decirnos que estamos obligados a amar a Dios. El amor es libre o no es
amor, porque es imposible obligar a alguien a amar. Esa es la
maravillosa libertad del Espíritu Santo.
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