El Espíritu Santo nos hace encontrar en las cosas de este mundo mucho más que lo que nosotros buscamos en ellas.
Es completamente normal que nos gusten las cosas de la tierra, que nos atraigan las cosas de este mundo, porque Dios las creó "para que las disfrutemos" (1 Timoteo 6,17). Si no fuera así, nos moriríamos de angustia y no podríamos soportar esta vida.
El
atractivo de las cosas es un signo maravilloso, y la variedad de este
mundo, repleto de cosas agradables, es un reflejo de la inagotable
hermosura de Dios.
El atractivo que sentimos por el placer que
nos brindan las cosas de esta tierra nos dice que existe la vida y la
esperanza, que vale la pena haber nacido, que existe la hermosura y
existe el bien; en definitiva, que existe Dios.
El problema es
que a veces nos confundimos, y eso es causa de muchas tristezas. Porque
las cosas son simplemente creaturas de Dios que reflejan un poquito de
su belleza; pero él es infinitamente más que ellas e infinitamente mejor
que las cosas.
Sin embargo, las cosas nos engañan, y a veces nos
confundimos creyendo que son eternas, y llegamos a adorarlas como si
fueran nuestro Dios.
El problema en realidad no son las cosas de
este mundo, sino nuestra debilidad, nuestra pequeñez, nuestra oscuridad
que nos enceguece.
Nosotros olvidamos que en las creaturas
tenemos que descubrir al Señor infinitamente bello que se refleja en
ellas. Olvidamos que estamos creados para él, y no para las cosas que
son obra de sus manos y sólo manifiestan una gota de su belleza.
Pidamos
al Espíritu Santo que nos ayude a trascender las cosas, que podamos
detenernos en ellas con gozo, pero encontrando en ellas al Creador, como
lo hacía San Francisco de Asís, lleno de ternura y de alegría.
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