Muchas veces nos agredimos a nosotros
mismos por errores que hemos cometido en el pasado. Puede suceder que se
trate de algo muy viejo, pero que no deja de regresar a la memoria cada
tanto, y nos lleva a darnos un golpe en la cabeza diciendo cosas como
éstas: "¿Por qué? ¡Cómo pudiste hacer eso! ¡Por qué no lo evitaste! ¡No
valía la pena! ¡Cómo se te ocurrió decir esa tontería!". Quizás sabemos
que en realidad no somos culpables de lo que hicimos, porque en verdad
teníamos una intención buena, no teníamos una mala intención; pero
igualmente nos culpamos y nos agredimos por no haberlo evitado.
El
remordimiento es algo enfermizo; es un rechazo de nuestros errores que
nos limita, nos paraliza, nos llena de angustias y nos encierra en
nuestro orgullo herido. No ayuda a un verdadero cambio, porque para
poder cambiar de verdad es necesario aceptarse a sí mismo.
En
cambio el verdadero arrepentimiento nos hace levantar los ojos hacia
Dios para reconocer su amor que nos espera, que perdona "setenta veces
siete", que nos quiere vivos y felices, que nos regala siempre una nueva
oportunidad. Por eso el arrepentimiento, en lugar de debilitarnos nos
fortalece para empezar de nuevo; en lugar de paralizamos nos lanza hacia
adelante.
Pidamos al Espíritu Santo que nos regale su gracia
poderosa para que sepamos perdonarnos a nosotros mismos, para que no nos
quedemos anclados en el pasado, para que recuperemos la dignidad, y
marchemos decididos hacia adelante, rodeados por su amor que nos
sostiene.
El remordimiento incluso nos puede llevar a pensar que a la próxima vez llevaremos el plan sin errores, así fue con Judas el Iscariote ,que tuvo remordimientos pero no arrepentimiento...
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