Donde no lo hago presente al Espíritu Santo, me
siento yo el creador de las emociones y de las realidades. Entonces me
fabrico un mundo personal donde el Espíritu Santo no puede entrar, como
si fuera un sector sólo mío, donde me creo libre.
Pero no me doy
cuenta de que si lo aparto a él de algo, allí terminará entrando la
debilidad, la muerte y el fracaso, porque sólo de él viene la vida.
Esa falsa libertad no es más que una esclavitud que me arrastra a la
muerte. Lo que vivo fuera de su presencia de amor, poco a poco se va
convirtiendo en fuente de dolor, ansiedad, desgaste, y cada vez brinda
menos la felicidad de antes. Pero yo me empeño en sacarle el jugo y me
revuelco, y me sucede como al degenerado que termina usando a las
mujeres como si fueran animales para recuperar el placer que ya no logra
sentir.
En cambio, si yo voy construyendo mi felicidad con el
Espíritu Santo, si le permito que guíe mi libertad y me sane de mis
esclavitudes, cada vez soy más libre, cada vez puedo ser más dueño de mi
vida, sin que me dominen las tristezas ocultas, las angustias sin
sentido, los nerviosismos, los cansancios, las necesidades obsesivas,
etc.
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