Nunca habrá verdadera conversión si no
permito que el Espíritu Santo entre en lo más secreto de las intenciones
que me mueven. Si no permito que me haga ver la falsedad de esas
intenciones y no dejo que me las cambie. Pero si lo hago, entonces sí
empezaré a vivir de otra manera, seré una nueva criatura, estaré
realmente convertido.
El corazón nuevo que el Señor quiere
infundir en mí es un corazón con intenciones sanas, que de verdad ande
buscando el amor, el servicio, la gloria de Dios, y no sólo su propio
bien o la gloria humana.
No vale la pena tratar de esconder todo
lo que llevo dentro. Si no soy servicial o no soy generoso, no me
conviene aparentar lo que no soy y vivir en la mentira. Es mucho mejor
reconocer mi egoísmo y pedirle al Espíritu Santo con insistencia que
cambie el corazón.
Cuando vivimos tratando de aparentar lo que no
somos, llega un momento en que ya no sabemos quiénes somos en realidad,
y así es imposible cambiar y crecer.
No hay nada mejor que
mirarse a sí mismo con una sinceridad serena. Es posible cambiar poco a
poco si le mostramos nuestra verdad al Espíritu Santo y comenzamos a dar
pequeños pasos cada día.
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