Cuando le perdemos el miedo al Espíritu
Santo, y sabemos confiar en él, entonces de verdad podemos descansar en
su presencia, nuestro vacío interior se va llenando con lo único que de
verdad lo sana: el amor. Ese hueco vacío que tenemos adentro, esa
profunda soledad enferma que a veces nos reclama como un nudo en la
garganta, sólo se llena con el amor: dejándonos amar por el Espíritu
Santo, e intentando amar a los demás cada día. No nos saciamos
alimentando las excusas, sino alimentando los motivos para dejarnos amar
y para amar generosamente.
Pero si optamos por vivir de manera
superficial, pensando sólo en nuestra comodidad y buscando
permanentemente distracciones engañosas, la vida misma nos golpeará para
que reaccionemos. Las cosas que nos pasen, las renuncias que tengamos
que realizar, nos obligarán a enfrentar ese vacío interior que tenemos.
El dolor profundo de una pérdida cualquiera nos llevará a preguntarnos
por el sentido de nuestra vida.
No es que Dios nos castigue para
que aprendamos. Es la vida misma, que está llena de pérdidas, porque
todo pasa, todo se acaba, y cuando perdemos una seguridad que nos
permitía aferrarnos a algo, entonces no nos queda más que preguntarnos
para qué vivimos. Si estamos sufriendo por algo, pidámosle al Espíritu
Santo que nos ayude a aprender algo de ese sufrimiento, que entendamos
el mensaje que tenemos que aprender de ese problema. Entonces, nuestro
sufrimiento servirá para algo.
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