El
Espíritu Santo es el que puede transformar nuestros corazones con su
soplo, con su fuego, con su poder y su luz. Con su fuerza podemos
cambiar poco a poco nuestras actitudes llegando a ser personas
renovadas. Siempre es posible cambiar con el auxilio del Espíritu. Si no
cambiamos no es porque él no puede, sino porque nos respeta
delicadamente. No nos obliga ni nos invade. No actúa allí donde nosotros
no se lo permitimos. Respeta nuestras decisiones, y también nuestra
debilidad.
Pero si dejamos que el Espíritu Santo actúe en
nosotros, si lo invocamos, si le permitimos que él nos impulse, entonces
la vida se llena de actos de amor a Dios y a los hermanos, y así nos
convertimos en seres "espirituales", es decir, conducidos por la
fuerza del Espíritu Santo. El Espíritu Santo nos va renovando, y así ya
no nos amargamos el corazón con rencores, celos, envidias. Ya no estamos
inmovilizados por la indiferencia y el egoísmo, y ya no somos esclavos
de los vicios y los malos apegos. Al contrario, nos llenamos de
esperanza, de fortaleza, de alegría en medio de las dificultades, y nos
sentimos verdaderamente libres, "nuevas criaturas" (1 Corintios 5,17).
La
Biblia nos habla bellamente de los frutos que produce el Espíritu
cuando lo dejamos actuar, y los resume en siete: "amor, alegría, paz,
paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de uno
mismo" (Gálatas 5,22-23). No le pongamos obstáculos, para que él pueda
producir esos frutos en nuestra vida.
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