En la Palabra de Dios, el Espíritu Santo
se nos presenta como un fuerte ruido, que resuena potente, que
sorprende, que admira: "Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos
reunidos en un mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, como si
fuera una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se
encontraban" (Hechos 2,1-2). ¿Por qué ese ruido estremecedor, por qué
ese viento atronador, ese inesperado trueno que descoloca a quienes lo
escuchan?
Porque el Espíritu Santo es como un
grito de amor que vuelve a despertar a los que están adormecidos,
desganados, melancólicos. A esos que han perdido el entusiasmo en la
vida y son como una vela que se apaga, el Espíritu Santo en algún
momento les resuena en el corazón y les grita: "¡Despierten, salgan,
vivan!".
Cuando parece que ya no podemos escuchar
nada interesante, nada que nos anime, nada que nos estimule, el
Espíritu Santo aparece como un grito en el alma: "¡No te sientas solo,
aquí estoy, vamos!".
Por eso San Agustín, después de su conversión, decía: "Señor, has gritado, y has vencido mi sordera".
Pidamos al Espíritu Santo que nos
despierte y nos devuelva las ganas de caminar, de avanzar, de luchar;
que nos regale el santo entusiasmo de los que se dejan llevar por él.
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