Hagamos memoria. Miremos lo que pudo hacer el Espíritu Santo en otra época, quizás mucho más difícil que la nuestra.
Después
de la muerte de Cristo, aunque él había resucitado, los apóstoles no
veían claro, no entendían bien lo que estaba sucediendo. Parecía que la
fe cristiana no tenía futuro. Pero al menos dejaban que María los
reuniera para orar (Hechos 1,14).
Entonces, llegó el día de
Pentecostés, y quedaron llenos del Espíritu Santo (Hechos 2,1-4). A
partir de ese día se acabaron los miedos, las tristezas, las quejas, y
empezó a reinar el entusiasmo, la alegría. Salieron llenos de fuego,
deseosos de llevar a Cristo a los demás y de cambiar el mundo. Era la
época del Imperio Romano, cuando reinaban la injusticia, los abusos, el
egoísmo; no se permitía a los cristianos vivir libremente la propia fe,
se perseguía con crueldad a los inocentes, muchos morían de hambre
mientras otros se daban al desenfreno total. Sin embargo, en ese mundo,
los cristianos que llevaban en sus corazones el impulso del Espíritu
Santo pudieron resistir las tentaciones de la decadencia pagana, y
llegaron a cambiar ese mundo en ruinas.
¿Acaso el Espíritu Santo ha perdido ese poder?
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