El Espíritu Santo nos invita
permanentemente a la conversión. Porque la conversión no es sólo un gran
cambio que sucedió alguna vez en el pasado, cuando decidimos seguir a
Jesucristo. La conversión es cosa de todos los días. Nuestra mentalidad y
nuestro corazón deben ser cambiados de modo permanente.
Cuando
nos descuidamos, se nos mete adentro algún criterio equivocado, o
volvemos a optar por el egoísmo, o perdemos un poco de la alegría o de
la generosidad que teníamos. Entonces, hay que volver a convertirse, hay
que volver a escuchar el Evangelio y dejarse interpelar por el
Espíritu.
La conversión también es una especie de ablandamiento, o de descongelamiento.
Porque cuando nos descuidamos, el corazón se nos pone duro y frió.
Cuando no sanamos a tiempo las malas experiencias que tenemos cada día,
nuestros rencores, tristezas, sentimientos de culpa y desilusiones,
endurecen el corazón como una piedra, o lo enfrían y lo convierten en un
pedazo de hielo, duro y frío por el dolor o por el miedo. Optamos una
vez más por la comodidad y por el aislamiento; los demás dejan de ser
nuestros hermanos y se convierten en enemigos o en competidores.
Entonces
hay que rogarle al Espíritu Santo que venga como fuego ardiente para
ablandar de nuevo el corazón endurecido, para derretir ese hielo y
convertirlo en un arroyo alegre, feliz y compasivo. Quizás en este
preciso momento tengas que convertirte, renunciar a un mal sentimiento
que te está enfriando, y rogarle al Espíritu Santo que vuelva a ablandar tu corazón.
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