El Espíritu Santo no hace su obra
maravillosa solamente en las personas que son dóciles desde niños, o que
toda su vida han llevado un comportamiento normal. Él también nos
sorprende haciendo maravillas en los grandes pecadores. Por eso es bueno
que hoy recordemos a María Magdalena, la gran pecadora convertida.
María
Magdalena fue la primera en encontrar el sepulcro vacío y en ver al
Señor resucitado. Fue testigo privilegiada de Cristo vivo.
Así
como Jesús se encontró a solas con la samaritana (Juan 4), cuando
resucitó quiso encontrarse a solas con María Magdalena. La vida
cristiana es un encuentro permanente con el Señor resucitado. Él visita
con su luz la pobre existencia de cualquier ser humano, esté donde esté,
no importa donde; para que nadie pueda decir que no es tenido en
cuenta, o que ha sido olvidado por Jesús.
María Magdalena, que
había sido despreciada por sus muchos pecados, debe ser testigo de su
resurrección, debe transmitirlo a los apóstoles.
Aquella mujer
apasionada, cautivada, embelesada por el Maestro, aprenderá a gozar de
esta nueva forma de encuentro que Jesús le ofrece y se entregará
completamente a él. Según una vieja tradición, María Magdalena, cansada
del mundo que la había esclavizado, se fue al desierto a vivir sólo para
el Resucitado. Si no es verdad, es un bello símbolo del poder del amor
verdadero que el Espíritu Santo derrama en nuestras vidas.
Pidamos
al Espíritu Santo que transforme nuestras vidas como lo hizo con María
Magdalena. Quizás no tengamos los mismos pecados que ella tuvo, pero
seguramente tenemos otros, y el Espíritu Santo quiere transformarlo
todo.
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